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jueves, 24 de marzo de 2011

Aviso de utilidad pública


Ahora que ya se entretuvieron imaginando pirulines extranjeros, les paso un aviso! 

Se me acabó la última croquera que me compré! No le quedan hojitas blancas a la pobre. Todo aquel que se precie de ser amigo mío, debe saber que tengo una pequeña compulsión a ocupar las hojas en blanco con rayas, letras y demases. Llámese ideas, boludeces, descargas o brevísimas historias, en mi bolsito siempre hay una croquera dispuesta. 

La utilidad pública no se ve motivada por un asunto económico, una croquera cada un par de meses debe ser uno de los vicios más baratos around the world; lo mío baila por el lado emocional, significativo, lateeero. Siempre me compro las croqueras yo y hoy reconozco que me encantaría poseer croqueras regaladas, obsequiadas, elegidas por otros. 

Así que bienvengo vuestras espontáneas iniciativas croquerísticas =D 





sábado, 19 de marzo de 2011

Música ñami que encontré sin buscar


He escuchado hablar de esta banda desde tiempos inmemoriales (lo cual se remonta a la segunda mitad de los '90, cuando ya tenía conciencia de que una recomendación musical podía llegar a tener mucho valor). Desconozco por qué nunca le busqué ni puse atención. Pero lo hice en estos días. Excelente encontrón. 

I wasn't loking for a mountain...but there was a mountain!

lunes, 7 de marzo de 2011

I WANT TO BE FAT

Voy a transcribir íntegro un cuento que me gustó mucho. Se llama I want to be fat y la escritora es una argentina que se llama Cecilia Pavón. 
Esto es usar la literatura para contar lo que se quiere contar, porque sí, pasarlo bien. 



I WANT TO BE FAT



Everybody deserves to be fucked.
Sex in Dallas



SENTIR (CON MAYÚSCULAS) es algo muy complejo que debe diseñarse y llevarse a cabo con delicadeza y rigor. Por eso, mis amigas y yo nos inventamos una droga que nos ayuda a sentir. Cosas nuevas. Y sentir cosas nuevas nos ayuda a cambiar. Nosotras le decimos “agitar”, pero sólo porque teníamos que ponerle un nombre, y ese es el que estaba más a mano, pero no tiene nada que ver con lo que cualquier persona se imagina cuando escucha ese verbo. Es decir, no se relaciona de ningún modo con el concepto de generar disturbios o conflictos en la vía pública. No salimos a la calle a armar lío, se trata más bien de una agitación interna lograda en base a salidas estratégicas hacia el ambiente exterior (que al fin de cuentas está entrelazado cuánticamente con el interior). Lo que queremos es sentir emociones inéditas, y tratamos de hacerlo a través de una “droga de gomaespuma”, si me pidieran que lo resumiera. Aunque, en lo que a mí respecta, no creo que los procesos químicos que tienen lugar en mis neuronas puedan describirse de una manera tan sencilla.

Concretamente, nos disfrazamos de gordas para percibir el mundo desde ese lugar. Cuando sos gorda, ningún hombre quiere seducirte, y esa es una forma de libertad. Todos los viernes, a las nueve, nos juntamos en mi casa. En total somos seis: Marina, Gabriela, Fernanda, Natalia, Carolina y yo. Cuando llegan, yo ya tengo la pizza y el chocolate preparado sobre la mesada, porque comenzamos nuestra excursión consumiendo esos productos –prohibidos- en cantidad. Nos amontonamos en la mesita de la cocina y, mientras cenamos decimos en voz alta nombres de mujer: Ada, Gema, Benita, Luz, Elma, Jacinta, Delmira, Domitilia, Federica, Marión. Nombres originales que nos gustaría tener, aunque sólo por un rato. Porque no deseamos abandonar nuestras identidades para siempre. Apenas por unas horas. (Como tampoco queremos abandonar nuestros cuerpos definitivamente: unas pocas horas alcanzan para cambiar).

Cuando terminamos de cenar nos vamos a mi cuarto y nos desvestimos. Todas son muy ordenadas y doblan la ropa sobre las sillas que yo dispongo alrededor de la cama. Cada silla tiene un rótulo con un nombre. De esa forma, cuando volvemos, eufóricas y con la conciencia alterada, podemos reconocer fácilmente quiénes éramos y qué ropa traíamos antes de salir.

Después saco una caja de plástico llena de planchas de goma espuma y tijeras, y nos ponemos a trabajar. Cortamos rectángulos y círculos de ese material, que nos atamos con hilo transparente alrededor de los brazos, las piernas, el cuello y el tronco, tratando de que no quede ninguna superficie de verdadera piel expuesta al mundo. Saturamos nuestros cuerpos de gomaespuma hasta transformarnos en personas verdaderamente grandes. Seres ampulosos y acolchados. Una vez enormes, pintamos el material que nos envuelve con témperas de color rosado, y finalmente nos vestimos. Preferimos la ropa de colores fuertes para llamar más la atención, y porque en las revistas femeninas siempre escriben artículos en contra de la ropa de colores estridentes que, al parecer, engorda. (En general, nuestro lema es hacer lo contrario de lo que dicen las revistas femeninas).

Cerca de las doce, salimos a la calle con nuestros nuevos cuerpos y nuestra nueva personalidad. Nos tomamos un taxi y nos vamos a vagar por la noche. Entramos a restaurants, bares, librerías, discotecas, y cualquier espacio que nos llame la atención. Nos sentamos en los bancos de concreto de las plazas, una al lado de la otra, rozando nuestras caderas esponjosas, y nos abrazamos para quedar como una sola masa de carne, o un tren. O bailamos ondulantes extendiéndonos en la pista bajo las luces estroboscópicas.

Durante horas nos sentimos gordas en la ciudad. No simplemente gordas encerradas en nuestros departamentos, sino gordas transitando por las calles aristocráticas y luminosas de los barrios acomodados. Porque a esos barrios es a donde más nos gusta ir. Allí, todas las mujeres son flacas y se visten con colores apagados: marrón, negro, azul marino, verde musgo, gris…Y la droga de la gordura es mucho más efectiva cuando se experimenta potenciada por el contraste. Al irrumpir en esos paisajes nos sentimos verdaderas freaks.

Y les digo: no hay droga más poderosa que la mirada del prójimo cuando te eleva al lugar vanguardista del freak. Nadie sabe realmente nada de la vida hasta que no se ha sentido en algún momento, por alguna circunstancia, un freak. Que te miren de esa manera genera más adrenalina que hacer jumping desde un puente, o que tomarse ua pastilla de éxtasis y bailar toda la noche en una rave. Y una vez que lo has experimentado es muy difícil parar. Estamos seguras de que cuando envejezcamos, vamos a querer ser como esas señoras que se tiñen el pelo una vez por semana y lo tienen extremadamente seco, pero rubio, de un rubio veteado y de mal gusto; se maquillan mal delineándose exageradamente los labios y usan pantalón de jogging con tacos, pulóveres muy gastados pero con lentejuelas y anteojos de sol con el marco color violeta. Esas ancianas que uno ve en el colectivo y dice: “A los sesenta, yo quiero verme exactamente así”. Pero ahora a los treinta, sólo nos queda la opción de ser gordas.

Cuando ya hemos tenido suficiente, alrededor de las cuatro o cinco, exhaustas, tomamos un taxi de vuelta. Durante el viaje, tratamos de poner en palabras lo que acabamos de sentir. Sacamos unas libretas y anotamos rápidamente nuestras impresiones (como hacía Baudelaire con el hachís). Después, durante la semana las redactamos correctamente y nos las mandamos por mail. El año que viene queremos publicar un pequeño volumen que sirva de protocolo para los que quieran sentir lo mismo que nosotras. El mundo está cambiando y este es el momento de inventar nuevas experiencias. La gente ya conoce las drogas disponibles en el mercado, y necesita encontrar otras nuevas. Porque lo importante es cambiar, y las drogas son lo único que te ayudan a cambiar. 


miércoles, 2 de marzo de 2011

Suicidio Sensorial


Esto es un poco lo opuesto a lo anterior. Pánico a no sentir. Porque la experiencia te ha situado de ese lado. Yeap. 


Entonces decidí matar mis sensaciones. Me bastó con encontrar el interruptor interior y oscilar en el mundo del ni frío ni calor. Fue un suicidio sensorial, el comienzo de una nueva existencia.

Desde entonces, ya no tuve dolor. Ya no tuve nada. La capa de plomo que bloqueaba mi respiración desapareció. El resto también. Vivía en una especie de nada.

Superado el alivio, empecé a aburrirme de verdad. Pensaba en volver a accionar el interruptor interior y me di cuenta de que no era posible. Aquello me preocupó.

La música que antes me conmovía ya no me provocaba reacción alguna, incluso las sensaciones básicas, como comer, beber, darme un baño, me dejaban indiferente. Estaba castrado por todas partes.

La desaparición de los sentimientos no me pesó. Al teléfono, la voz de mi madre sólo era una molestia que me hacía pensar en un escape de agua. Dejé de preocuparme por ella. No estaba mal.

Las cosas no marchaban bien. La vida se había convertido en la muerte.


Amélie Nothomb. Diario de Golondrina.